Entre post y post



Un relatito de una mona invitada, por si a algún lector le asalta la tentación de ponerse malo en Washington.


Una estancia inmejorable

El hombre se ha tirado de la cama al suelo; así, de bruces. La enfermera le dice: ¡Levanta! ¡Compórtate como un adulto! El hombre se hace el muerto, tirado boca abajo. Desde donde estamos lo vemos perfectamente. Primera fila. El hombre es un preso que han traído a Urgencias y que ahora no quiere ir a donde sea que se lo quieren llevar; nos tememos que se teme lo peor, que se vuelve preso. No lo hemos visto entrar, pero desde nuestra privilegiada posición en el pasillo hemos visto adentrarse unos guardias de uniforme, y esposas y cadenas colgándoles de las manos, como a los fantasmas. Del preso hemos sabido porque ha empezado a gritar furioso que quería hablar con el fiscal del distrito. No oíamos lo que le contestaba la enfermera, pero hemos percibido con claridad el golpe que se ha pegado contra el suelo justo antes de hacerse el muerto. Nathalie y yo lo miramos atónitas. Como está en el suelo lo vemos asomar por debajo de la cortina que rodea su cama. La nuestra, bueno, la de Nathalie, aunque estamos sentadas las dos, no tiene cortina. Está aparcada en el pasillo de Urgencias, frente a otras que —los hay con suerte— sí tienen cortinas, y pegando por los pies con otras que —no todo puede ser perfecto— no las tienen. El criterio para que te den cama con cortina o sin ella sigue siendo hoy un misterio para nosotras. Bueno, en el caso del preso que nos tememos que no quiere volver preso estamos casi seguras de que le dan cama con cortina por su condición de preso.


Lo malo de la cama de pasillo es que el pasillo no está pensado para que se aparquen camas y el resultado de aparcarlas —además de contravenir los mandamientos del Feng Shui— es lo más parecido al resultado de aparcar camas en el pasillo de un avión de pasajeros: la circulación se hace muy difícil. Así que cuando pasan enfermeras empujando camillas, o empleados de la lavandería del hospital con carros con sábanas, o personal de la cocina lidiando con una torre de bandejas, gritan, sea cual sea su especialidad: ¡Cuidado con los pies! Y nosotras, que estamos sentadas en nuestra cama de primera fila, tenemos que meter mucho los pies mientras nos compadecemos de los pobres que viajan en las camas, moribundos, nos congratulamos con los que sonríen felices porque ya les llevan a su correspondiente prueba, o salivamos envidiosas viendo pasar el carro de la comida, porque a nosotras, que ni siquiera hemos desayunado, nadie nos ha preguntado si queremos comer algo. Y entonces no lo sabemos, pero nadie nos lo va a preguntar a pesar de que vamos a estar en Urgencias hasta bien entrada la tarde. También es verdad que abrigamos muy pocas esperanzas de que nos lo pregunten: llevamos allí horas porque a Nathalie se le ha desencadenado un horroroso dolor de cabeza —tiene antecedentes de un trombo en una pierna y no ha conseguido contactar con su médico de cabecera— y por más que lo hemos pedido tampoco nos han traído un miserable analgésico.


Pero el pasillo nos tiene muy distraídas: la llegada de nuevos pacientes se anuncia por una megafonía —como un mayordomo que anunciara la llegada de invitados a un baile— que compite con unos timbres que nunca dejan de sonar, y un montón de monjas van y vienen sin que sepamos de dónde a dónde, y probablemente sin que lo sepan ellas, porque no hacen más que ir y venir. También van y vienen muchas enfermeras, aunque a estas se las ve con rumbo fijo. No paran, las mujeres; todas vestidas de diferente color, lo que da una visión poco uniformada, para ser sinceros, y, dadas las circunstancias, un cierto aire de kasbah. Pero justo cuando estoy haciendo esta reflexión —hacemos muchísimas ese día porque seis horas sentadas en una cama dan para reflexionar todo lo que tienes que reflexionar en el año—, justo en ese momento aparece House, House en feo; bueno, ni parecido con House, pero él se cree House, aunque sus estudiantes consideran, no hay más que ver cómo lo miran, que no es House ni por el forro. House se adentra por nuestro pasillo seguido de su séquito de estudiantes, que tienen que caminar en fila india detrás de él por el carril despejado de camas, cuando se da cuenta de que se ha equivocado de paciente y se da la vuelta y la fila serpentea detrás de él. Nathalie y yo no podemos aguantar la risa ni los estudiantes tampoco y House nos mira con desprecio y con un gesto altivo se va a salvar la vida del paciente correcto, seguido de su comitiva. A los estudiantes de Medicina de Georgetown les obligan a llevar corbata, pero no les dejan ponerse bata de médico. En su calidad de meros estudiantes llevan unas chaquetillas blancas, como de camarero, que apenas les cubren la cintura y que se ve que luego, cuando ya se hacen acreedores de bata, revenden en Craigslist, porque algunos llevan la chaquetilla de una talla que claramente no es la suya y que les queda como una torera. Y es un look que, a juicio de Nathalie y al mío propio, la verdad, no favorece.


Para cuando el preso se ha tirado al suelo, a la japonesa de dos camas más adelante ya le han dicho que se vuelva a su casa con su dolor cervical, y un médico, el mismo que le trata a Nathalie, está auscultando a un hombre indio que ocupa la cama aparcada a continuación de la nuestra. El médico habla en voz baja y el paciente no le oye, así que el médico levanta la voz y es imposible que el resto no nos enteremos de lo que allí se ventila y oímos que el hombre se sometió a un transplante de hígado en el pasado y ahora no se encuentra bien. Yo me lo imagino físico o matemático, por lo indio, y me da mucha rabia que esté solo aquí en este pasillo de Urgencias, aunque Nathalie, que lleva ya varias horas compartiendo cama conmigo, lo considera un privilegiado.


El médico que trata al hombre indio probablemente físico o matemático ha visitado antes a Nathalie. Es un hombre alto, del tipo de hombre un poco calvo y con la barba recortada. Lleva la parte de arriba de un uniforme quirúrgico verde remetida por la cintura de unos pantalones azules y el resultado de la combinación es inquietante. Pero lo que más nos hace dudar de él es que lleva el fonendo colgado como los médicos de las películas malas, con los auriculares enganchados al cuello, y no como el resto de sus colegas, que inspiran mucha más confianza, con el fonendo colgado del cuello por el cable del aparato. Pero es una persona muy amable y a pesar de nuestra inicial desconfianza —prejuicios estéticos al fin y al cabo— se dirige a Nathalie casi con afecto. Además, me doy cuenta de que el hombre es una eminencia —una eminencia amiga de compartir su sabiduría— porque le dice a Nathalie que le va a hacer un TAC de la cabeza, ya que el dolor de cabeza puede deberse a varios motivos: que tenga un trombo en el cerebro o que haya sangrado en el cerebro. También añade que puede que no sea nada.


El caso es que nos vamos a quedar sin saber que pasa con el preso —aunque nos tememos lo peor— porque más o menos una hora después de la visita del médico —el tiempo necesario para rumiar bien sus palabras hasta quedar aterrorizadas con las posibilidades— nuestra jovial enfermera, que compartimos con el preso amistosamente, por lo menos de nuestra parte, abandona al preso que se hace el muerto y vuelve a nuestra cama, que ya es sólo de Nathalie porque le han ordenado acostarse, y le pincha a Nathalie en un brazo y Nathalie asegura que a partir de ese momento lo que más le duele es el brazo. Y nuestra enfermera, con mi voluntariosa ayuda, tira de la cama de Nathalie, tarea nada fácil, hasta arrastrarla a duras penas por un pasillo en el que, como no, nos deja aparcadas hasta nueva orden. A mí la situación me parece tensa: ahí en un pasillo, a punto de dilucidar si Nathalie tiene en la cabeza un trombo o un sangrado, o no tiene nada, así que, para distender, me propongo enseñarle a Nathalie unos pasos de baile que se me han ocurrido. Ella me mira y creo que se está destensando porque sonríe levemente y me felicito por mi inspiración; enseguida salgo de mi error: un tipo, que resulta ser el encargado de la prueba, me toca por detrás en el hombro.


Voy a reconvenir a Nathalie justo cuando otra cama colisiona con la nuestra, la de Nathalie, vaya, con tal fuerza que cuando nos reponemos del choque estoy a punto de sugerir que además de la cabeza le revisen el cuello a mi amiga. Pero no lo hago porque soy muy discreta y porque Nathalie me ha prohibido que me dirija bajo ningún pretexto al encargado de la prueba. Todo porque un cartel en la pared del pasillo donde está aparcada su cama, a la puerta de donde practican las pruebas, ordena en letras grandes: Diga al encargado de la prueba si está embarazada, y yo le he revelado a Nathalie mi intención de decirle al encargado que no, que no lo estoy; pero Nathalie, con una falta total de sentido del humor, me lo ha prohibido tajantemente.


El enfermero que empujaba la otra cama se está deshaciendo en disculpas y otras cortesías con nosotras. Pero no me engaño, es Nathalie la que le gusta: amor a primera vista, como puedo comprobar más tarde, porque durante la prueba, 15 minutos, sale tres veces de una madriguera cercana para preguntarme cómo está Nathalie y si la prueba ha terminado ya. Yo consigo tranquilizarlo a duras penas: Estoy segura de que Nathalie hará un esfuerzo por perdonarle, y en cualquier caso yo intercederé a su favor. Y el hombre se va mucho más contento, aunque veo que se queda apoyado en el quicio de su puerta esperando a que termine la prueba, que al pobre se le está haciendo eterna, y tenga ocasión de saludar de nuevo, y por última vez, al objeto de su súbito amor.


De vuelta a nuestro pasillo inicial, donde amablemente nos han guardado la plaza de aparcamiento, es más que obvio que Nathalie se está ya hartado de la espera de lo que ella denomina “el veredicto”, haciéndome cuestionar realmente el funcionamiento de su cerebro. Se está hartando del escenario, de los actores secundarios y de mí, que le robo protagonismo con mi exuberante personalidad y que además estoy vestida y ella no, puedo deambular —lo que el espacio permite— y ella no, y me he comido un plátano que ella llevaba en el bolso, y ella no. Así que se desentiende de mi persona y concentra todas sus energías en la redacción de un mensaje de texto por teléfono a su marido, tarea ésta que le ocupa durante 20 minutos, tras los cuales afirma: tú hijo Antonio lo haría más rápido que yo. ¡Señor! Pienso yo, Antonio tiene 15 años; su hija Eva, de tres, también lo haría más rápido que ella. ¡Probablemente el preso esposado con las manos atrás lo haría más rápido que ella! —aunque no estoy segura de que el preso sepa español y además el preso ya no está—, pero no digo nada porque no me parece que esté la tarde para esos matices y tampoco se me escapa que el hambre empieza a hacer mella en nuestra paciencia y, posiblemente, en nuestra amistad.



Van a pasar todavía varias horas hasta que consigamos salir: Nathalie va a atrapar, casi por el método de la zancadilla, a su médico de cabecera desaparecido, que descuidadamente se deja caer por el pasillo de Urgencias, y que le va a hacer el mismo caso que cuando estaba incontactable; el médico de la parte de arriba de un uniforme quirúrgico verde remetida por la cintura de unos pantalones azules y el fonendo con los auriculares enganchados al cuello va a venir, pulgares hacia arriba, y nos va a decir con una enorme sonrisa que todo está bien, que es sólo un caso de “mala suerte, dolor de cabeza”; vamos a conseguir, no sin esfuerzo, un tylenol 600; nos van a inundar de papeles y explicaciones, y una señora vestida de calle nos va a preguntar qué nos ha parecido nuestra estancia en Urgencias. Nathalie ha ido a cambiarse al cuarto de baño y la señora se ha dirigido a mí, que he aprovechado la ausencia de Nathalie para tumbarme en la cama. La reconozco de una de las fotos de un cartel del pasillo: es el enlace entre los pacientes y el servicio médico, le gustan cocinar y los perros, está soltera y sueña con viajar de vacaciones a Brasil. Perpleja, contesto que nuestra estancia en Urgencias ha sido inmejorable. Cuando salimos, mucho después, cuando a Nathalie le quitan la vía del brazo después de que ella haya amenazado varias veces con arrancársela, saludo a unos y a otros con efusivo entusiasmo, para ser coherente con mi declaración ante la amante de los perros, la cocina y el Brasil. Ahora la perpleja es Nathalie. 


Ra Mona